
La noche en la que ocurrió todo era víspera de las vacaciones. La brisa empezaba a refrescar en el pueblo y las señoras solían guardar sus sillas en el interior de las casas, en señal de retiro. A diferencia de otro pueblo, en Sunville no se gustaba de observar atardeceres, ni de coleccionar recuerdos paisajisticos, en ese pueblo, todo era rutina.
Ese día Elba irradiaba felicidad. Atrapada bajo los cálidos brazos de Mike contemplaba el oscuro atardecer con una sonrisa envidiable. Empezaba a sentirlo, sabía que el sentimiento que habia estado tanto tiempo guardando, aquel pequeño rincón de su alma que tanto se había esforzado en mimar y prevalecer, empezaba a llamarle con fuerza. Ya no podía resistirse más, necesitaba soltarlo, abrir la caja. Se estaba enamorando. Durante aquellos minutos que duró el crepúsculo, Elba mantuvo la mente en blanco. No recordaba la última vez que esa paz, ese olor y ese calor habían azotado su cuerpo. Ni le importaba. Ahora solo le importaba Mike, sus brazos y ellos dos disfrutando de su rincón en el bosque.
Desde pequeña, Elba siempre se había refugiado en su cabaña del árbol. Lo que empezó siendo un juego, la inventiva de un lugar único para ella, se convirtió en su estandarte, su pequeño universo, su bálbula de escape. Pasaba largas horas reflexionando bajo la soledad de la altura y el paraje del bosque. Allí fue donde por primera vez descubrió la sangre brotando de su sexo, donde se inició en las prácticas masturbativas, y donde ocultó la única pieza de cerámica que se había atrevido a robar del mercado de la calle Tuin.
Fue allí, en el árbol de las afueras del lago, donde Elba registró su destino. Ella todavía no lo sabía, no era consciente de la trascendencia de ese instante, pero ahora, con Zack delante, herido y orgulloso, comprendía que todo había comenzado así, de esa manera tan rídicula con la que comienzan las cosas, y a menudo, también terminan.
Elba lo recordaba como si fuera ayer. Recordaba el rojo del cielo, el calor de los brazos de su chico, las pisadas que la despertaron de su blanquecina mente aislada. Recordaba los pantalones desgastados que Otto llevaba ese día, los zapatos enmudecidos en barro y hasta la barba de tres días que decoraba su rostro. No podía olvidar tampoco la brusquedad con la que Otto habló, la brusquedad con la que Mike le agarró de la cintura, y la brusquedad de su voz gritando la maldita noticia.
Sabía que no era cierto, que todo formaba parte de los oscuros recuerdos que ella misma se había repetido en sueños, pero Elba siempre decía que el cielo se había congelado rojo ceniza. Ese era el color que guardaba en su cabeza, horas después cuando vió y tocó a su hermano Elliot sobre el asfalto. Y roja era también la sangre que tiñó esa noche su vestido, de un color tan rojo intenso que Elba no pudo dormir sin ese color durante semanas, siempre volviendo en sueños, siempre retornando. Mike trató de protegerla, aislarla del infierno que se le venía encima, pero todos sus intentos fueron en vano. Elba había mordido el anzuelo, había dejado que la sangre de su hermano sobre la acera le inundase, se había dejado seducir por la terrible incertidumbre del dolor sin saña.
Otto se encargó de todo, de levantar el cadáver, de elaborar el atestado, y de hacer las preguntas consiguientes. Al fin y al cabo, ese era su trabajo. Pero Elba estaba marcada, tal y como se había previsto en su destino, así que todo el trabajo que Otto había iniciado, era nada comparado con el que ahora en adelante ella tendría que acometer.
Y era también víspera de fiesta cuando Zack se revolvía en el suelo, frente a ella. Exactamente el mismo día. Abril, principios. Y Elba supo que nada se trataba de una pura casualidad, sino todo era parte de un mismo entramado, que aquí hemos llamado trágico destino. A Zack le encantaba el destino, le divertía su enorme poder, su enorme fascinación. Y por eso, sólo por eso, esa noche estaban allí, en el suelo de un frío invernadero, tratando de definir la fustración. Por que todo, absolutamente todo, estaba previsto.