domingo, 17 de agosto de 2008

De carne y hueso


No le apetecía nada. No quería bajar a comprar al mercado. Pero hoy era miércoles y los miércoles son días de mercado. Ángeles sabía que Antonio tenía razón, que debía salir de casa, airearse, dejar de pensar, al menos por una maldita hora. Desde la marcha de Eva, Ángeles no hacía más que pensar, pensar en cantidades industriales, por doquier. Así recompensaba la falta de pensamiento que había sufrido antes de la desaparición de su hija, trataba de aquella manera de compensar lo que según ella, le había alejado de Eva.

Ángeles era una mujer de ideas fijas y Antonio lo sabía. Él la conocía muy bien, tal vez demasiado en tan pequeño tiempo, desde que la conociera esa noche en el bar de salsa. Sabía que ella era una mujer dura, con su semblante y su escudo a prueba de bombas. Probablemente fue eso lo que le atrajo de ella, la sensación de que estaba entrando en terreno peligroso, cambiante, peliagudo. Antonio se esforzaba por sacar a Ángeles de la espiral en la que se había sumergido, quién sabe si para igualar a la de su hija dada por muerta. Se afanaba en la lucha por despejarla de los pequeños detalles, las fotografías, olores y demás recuerdos que a menudo nos dejan los fantasmas. Del aliento a algo vivo, memoria de tiempos diferentes y nunca regresables.

Lo que Antonio desconocía de Ángeles era su manía de perderse en la noche, de esfumarse al cementerio, en busca de nuevas historias o reflejos de su misma agonía. No lo sabía, por que Ángeles lo hacía cuando Antonio se dormía, ahora que tras la marcha de Eva, por fin se instaló en su casa vacía. Sólo una vez la encontró de vuelta de su escapada, pero ella supo encubrir su plan con un suave he ido a por tabaco. De esta forma, a Antonio no le quedaba otra que llenarse de agallas, de ganas, de perseverancia. No podía dejar que la mujer a la que amaba se dejase arrastrar por la pena y el remordimiento. Tenían que ir al mercado, esa mañana sí.

Ángeles accedió para sorpresa de su amante. Tal vez necesite de verdad un poco de aire y por eso quiera ir pensó. No quiso perder el tiempo en entenderla, tan rápido como ella se convenció para salir de casa, él agarró las ganas, vártulos y listas, y se la llevó al tránsito de la oferta y la demanda. Por el camino Antonio miraba a ángeles por el rabillo del ojo. Intentaba leer sus pensamientos. Seguramente navega por los vaivenes de la ola de la esperanza. Semanas atrás, la búsqueda de Eva por parte de las autoridades se había detenido. Una resolución que su madre no se permitía aceptar. Antonio sí lo había hecho, pero simulaba delante de ella respirar su misma ilusión y compartir su interminable optimismo. Es curioso como son las cosas, pensó mientras conducía dirección al mercado. Es curioso como las imágenes de las personas acuden a nuestra mente cuando ya no están, cuando las perdemos. Y se recreó en la última vez en que vió viva a Eva, sí, lo recordaba, esa imagen no hacía más que representarse en su cabeza. Ella, radiante, pero a la vez esquiva, irradiando un enfado que ahora, desde esta perspectiva, tal vez demostrara dolor. Y la podía ver, sí, podía dibujar su mirada, cómo tenía el pelo, la mueca de su boca, el pantalón vaquero desgastado.

Ya se sabe, los fantasmas siempre te visitan de igual manera. Y Antonio lo sentía, sentía el fantasma de Eva inundando su cabeza, aferrándose sobre su conciencia como un clavo ardiendo. Mucho se había preguntado sobre esa visión, y la respuesta lo unía directamente con Ángeles, con el pasado. Se obligó a descomponer sus propios fantasmas, y dio conversación a la mujer de su lado. Ya habían llegado. Por fin un poquito de aire.

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