lunes, 18 de agosto de 2008

Dragón rojo


Conmoción. Las calles se llenaron de preguntas, de sospechas, de fríos rincones, callejuelas mortuorias, sombras acechantes. Nadie hablaba y todos comentaban. Los rumores, rápidos como el viento, se habían extendido por toda la ciudad. Ninguno estamos a salvo, qué extraño ser se habrá empeñado en habitar entre nosotros, en provocar este pánico. Socorro.

Esther había sido la última. La encontraron junto al cubo de basura, en plena noche, abandonada. El crimen había sido cuidadoso, sin apenas violencia, sin fisuras de un acto cometido. Sólo una firma, un suave y tranquilo agite de veneno salpicado. Sin embargo había algo en el rostro de esa chica, algo que ponía los pelos de punta, qué ayudaba a imaginar su último suspiro, su último aliento. Qué clase de juegos perversos, fínas ironías, o quizá el destino cruel la habían llevado a encontrarse con él.

El Dragón rojo, tal y como la polícia lo había bautizado y parece que deseaba llamarse, llevaba semanas vagando a sus anchas por la ciudad, alterando el orden, provocando bajas, muertes sencillas y desconcertantes, cuerpos sin vida ni esperanza. Tan sólo el horrible recuerdo de quién sabe qué clase de asesino. Los agentes no tenían muchos datos, sólo que seguramente se enfrentaban a un hombre, corpulento y oscuro, al que unos vecinos habían asegurado ver ataviado de traje negro y corbata roja, sombrero de copa y un vacile rápido y seco.

Eva recordaba la primera vez que había oído de él en las noticias. Recordaba el extraño parecido que la víctima tenía con ella y sintió un escalofrío. Mismo escalofrío que Ángeles tuvo al ver esa misma imagen. Recordaba el pequeño tatuaje que enmarcaba sobre el cuerpo del delito, esa figura roja y crispada de sangre seca sobre la piel blanca de muerte. Pobre chica. Irene se había precipitado de un octavo piso, motivada según reveló la autopsia a posteriori, por una fuerte embriaguez extenuante. ¿Un accidente o un acto preparado hacia un fatal desenlace? Quién sabe si la mala suerte personificada.

El Dragón rojo sabía escoger a sus víctimas, todas ellas mujeres jóvenes y apuestas, morenas, llenas de vitalidad. Y también desaparecidas. La mayoría de las pobres chicas que cayeron ante el jugo de su asesinato contenían pocos datos de su verdadera vida. ¿Una sútil coincidencia? O sólo el detalle que alimentaba sus ansías, su sed, su cometido. Eva temía a las noticias, temía el rostro de todas aquellas chicas, temía la sombra del asesino. Sólo Juan podía calmarla un poco, pero ella no tardaba en sentirse agitada, inquieta, removida por su propia naturaleza. Lo peor de estar muerta es pensar que alguna vez puede que ocurra, que de verdad abandonemos este mundo y a todos, y que no importe.

Esa noche, con el telón de fondo de las noticias de sumario, Eva entró al local. Ensimismada, atrapada en sus propios pensamientos. Juan la acogió y notando su preocupación le preguntó por el si se había enterado de lo de la última chica. Eva miró el televisor pero no era capaz de ver nada. La calle ya la habia anunciado la buena nueva. Otro suceso agolpaba su mente. "No te vas a creer que me ha pasado" balbuceó.

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