domingo, 9 de marzo de 2008

Erika


El sonido de la puerta sonó frío. Frío y vacío. Erika no pudo quedarse en la cama. Tuvo la enorme necesidad de mirar a través de la ventana y ver como Oscar se alejaba en dirección a su casa. Todo el calor del sexo se había disipado, solo quedaba frío y sábanas revueltas.

Erika salió a la calle en busca de algo en lo que pensar. Se puso su ropa sexy, aquella con la que había engañado a Oscar. Y recordó. Recordó la primera vez que tuvo que hacerlo. Engañar a un tío. Convencerle de que ella era un buen partido, un trozo de carne. Hace meses que Erika se había bautizado como guarra, como rápida y mortal, como ardiente. En realidad nunca supo si había sido ella o los demás los que le habían nombrado así. No, ella, fue ella. Su hermana mayor Marina. Aquella noche cuando llegó borracha del todo, supo que Marina le llamaba zorra. Que había traspadado el umbral, que había desvirgado su inocencia. Y su identidad.

Erika pasaba las horas allí, en la oscuridad del baile. Oscar se había fugado cuando pensó en Marta. Erika sabía que había otra, siempre la había. Abrió la puerta y se dejó llevar por la música. Las melodías que tantas noches entre semana había degustado para acabar en brazos del sexo débil. Alcohol y coqueteo. Excusas para no llegar a casa. Esta noche, excusas para hacer tiempo, luego iría a clase. Sergio la saludó desde la barra. Ron con coca cola. Buenas noches, ¿qué desea hoy? Lo que sea Sergio, lo que sea.

Frío también era el suelo del baño de la discoteca. Frías también eran las lágrimas del reflejo de Erika llorando. Fría la bofetada que su madre le dio antes de que ella se fugara de casa. Frías también fueron las palabras de personas mayores en relación a que ahora las visten como putas. Frío fue el desamor de Erika. Cubitos de hielo vestidos de calor sexual.

Aquella mañana hacía mucho viento. De camino al Aula 6, Erika tarareó canciones. Y buscó, entre su bolso, su mejor sonrisa pícara. Siete de la mañana. Aquí estoy.

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