martes, 4 de marzo de 2008

Marta


El viento la arrastró.

Marta había salido aquella mañana dispuesta a todo. Se había pegado toda la noche reuniendo fuerzas, sumando valor. Nunca antes se había dado cuenta del intenso vacío que una noche de desvelo deja sobre el colchón. Nuevas sombras y ruidos parecían emerger de aquel nerviosismo.
¿Se lo digo? La pregunta agolpaba su mente, la revolvía, la agitaba.

El sonido del despertador aulló y Marta se lamentó con pereza de haber luchado contra su conciencia. Cualquier resultado del combate ahora se mostraba urgente. ¿Qué hacer? Un pie sobre la zapatilla, un paso y fuera ya de la cama.

A Oscar ya lo había visto antes. No fue ese cuatro de marzo tan especial como a primera vista parecía. Aquel día fue cuando ella se enteró de que lo amaba. De que sus ojos azules no podían tener otra dueña. De que cuando él tan sólo se acercaba, su mundo se ponía patas arriba. Marta estaba segura de que Oscar lo sabía. Que ella temblaba. Que ella le miraba todas las mañanas desde el otro lado del AULA 6. ¿Como evitarlo? Durante un tiempo Marta se imaginó haciendo sudokus, consiguiendo dominar su instinto de seguirle con la mirada, fijar con quien hablaba, analizar cada uno de sus gestos y sonreír sus chistes desde la lejanía del interpretar los labios. Marta nunca había logrado nada. Pero aquella noche sí, había logrado escribir todas sus emociones, plasmar todo el terremoto que su vientre sufría cada día, cada siete de la mañana.

Marta miró su cama con pena y agarró su carta. Lo había logrado, aquel día le daría la carta. Muy a su pesar, muy a extensas de Oscar, que esperaba ese momento. Marta lo supo desde que él le dijo buenos días rubita. Marta entendió que jamás podría con ese aire seductor, que tan bien manejaba. ¿Será cabron? Me tiene bloqueada, me tiene atrapada, me atrapó.

Seis y cuarto, ducha caliente. Desayuno rápido y adrenalina de postre. El tiempo anuncia a la chica que su tiempo se acaba. El tiempo se vuelve malo y comienza a nevar. No una nevada copiosa, sino una granizada aguada. Hiriente, saltona, cambiante. Marta comprendió que el clima había soñado con ella. Que esperaba ese momento.

Siete de la mañana. El chico de los ojos azules entra en el aula. La mira, sonríe, deja escapar esa leve mueca de triunfo y se pierde entre el fondo. Marta maldice su decisión y acto seguido saca su mano por la ventana. En su mano, la carta. La carta se marcha.

El viento la arrastró.

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